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MAR DE MIGRANTES

MAR DE MIGRANTES.

Ha caído la noche, y desde mi terraza observo el mar. La noche es oscura, aunque no negra, ya que el cielo tiene tonos azulados diversos, con trazas de nubes blanquecinas que presagian la llegada de lluvias.  Hace frio, a pesar de que la brisa es leve, pero no me importa, me siento en el poyete de la terraza y me olvido de él. Me llega el rumor del mar, con ese sonido sordo de cuando se encuentra en calma, un mar sereno, con la serenidad de quien está seguro de su poder, con la suavidad de quien no tiene nada que temer, más bien al contrario, sabedor del respeto que produce. Me acaricia la brisa con olor a mar, ese aroma característico de sal, humedad y un millón de esencias extrañas que viene arrastrando desde confines de tierra, agua y viento, que se confunden en una extraordinaria mezcolanza y produce su perfume propio. El perfume del Mediterráneo.

Pero mi mente inquieta y reflexiva vuela a algo más allá de las costas catalanas y me imagino surcando las aguas, o más bien volando a ras de ellas, ya que es mi mente y no mi cuerpo quien se desplaza, y vuela a una velocidad inaudita para llegar al destino que busca. Al adentrarme en altamar, esas ondas suaves, casi rítmicas, con pequeñas coronaciones de espuma blanquecina, se van agitando convirtiéndose cada vez en ondas mayores, arrítmicas y salvajes que parecen disputarse el espacio entre ellas, chocando con bravura inusitada unas con otras, y salpicando a grandes alturas, a la vez que parecen rugir como fieras sedientas de sangre y otras con quejidos lastimeros de la derrota. Pero es una sinfonía de sonidos aterradora, que sin saber por qué te amedrentan y te atraen como el canto de las sirenas de Ulises. Demostrando no tener compasión con las otras olas, y por tanto menos con cualquier ser que se aventure a ollar sus aguas, su tranquilidad, esa soledad innata, ese silencio de sonidos extraños, que no de los propios. Su poder está ahí, no tiene que demostrarlo. Eso le da la paz consigo mismo, aunque demuestra a terceros su capacidad de defenderse, dañar y causar la muerte.

Y pienso, en esos miles de migrantes que se adentran en sus aguas con una frágil embarcación, que permanecerá durante días a la aventura de retar a una fuerza tan poderosa. Se lo que los motiva, la necesidad, el hambre, el sueño vendido de una tierra prometida, de un futuro diferente sin hambruna, enfermedades, esclavismo, carencias de todo tipo, el sueño de sacar adelante a sus familias. ¿Pero es locura o valentía lo que los conduce a montarse en esa frágil patera, sabiendo que tiene gran cantidad de posibilidades de que zozobre y perecer en el intento? ¿No quedarán peor sus familiares si él o ella fallecen? Quizá no, no se puede llegar a estar peor de lo que están.

Un escalofrío recorre mi columna vertebral y me hace temblar como hoja al viento. No es el frio de la noche, ni siquiera la brisa o la humedad. Es que veo sus caras de terror cuando la barca es golpeada salvajemente por esas olas que se disputan el espacio y que están dispuestas a machacar, a aplastar la inconsistente barquita. El espanto de sus rostros, sus voces gritando, rezando en idiomas extraños en un pequeño espacio al albur del mar y con una confusión de lenguas similar al de la Torre de Babel. No se conocían, son compañeros, están dispuestos a ayudarse, pero también a sacrificar al otro desconocido si eso le da una oportunidad de salvarse.

Regreso a mi terraza, estoy llorando en silencio, las lágrimas bajan frías y saladas como el agua del mar, y se me crea la duda de si son salpicaduras que recibí al ser espectador del naufragio, la muerte de muchos y el desespero de unos cuantos por mantenerse a flote.

MI ser está triste. Aunque sé que nada puedo hacer ante la injusticia del mundo, Esta noche, veo al mar con otros ojos, a pesar de que sé que no es culpable.

Vicente José Gil Herrera

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