EL TRIGAL
Recuerdo un día hace muchos años, yo había regresado hacia un mes de mi trabajo en Venezuela, y me había ido a vivir a Badajoz. Estaba de viaje por la provincia y al regresar, al atardecer, pasé por un campo sembrado de trigo. Con el sol poniente rojizo me pareció hermoso. El resplandor de ese astro ya mortecino a esas horas del día le daba un aspecto tornasolado bellísimo.
Al día siguiente me levanté muy temprano, serían las cinco de la mañana. Me preparé un termo de café con leche, muy cargado de café y me hice una tórtola francesa. Fui a la panadería y compré una barra de pan. Regrese a la casa y me preparé un hermoso bocadillo. Vivía solo y aún no había decidido que hacer con mi vida. Desande el camino del día anterior y llegue al trigal. Era un inmenso mar de espigas doradas que oscilaban como olas movidas por una marea de brisa. En lontananza vi un pequeño promontorio de rocas y tierras baldías, rodeado por las olas de espigas. Me bajé del automóvil y tomando en mis manos el bocadillo y el termo me dirigí al promontorio. Camine con cuidado por los surcos, intentando rozar lo menos posible las espigas, pero a pesar de ello, sus largos pelos como bigotes de langostinos se aferraban a mi camisa y pantalones. Se me vino a la cabeza Moisés atravesando el Mar Muerto y poco después, ante la dificultad al avanzar, pensé en los mexicanos atravesando Río Grande para llegar a los Estados Unidos. Me senté en una roca elevada y mientras reponía fuerzas desayunando, pude observar el mar de trigo salteado aquí y allá de preciosas amapolas rojas. Yo sabia que no eran buenas para el trigal, pero eran bellas y yo se lo perdonaba. Quizá como perdonaba a algunas bellas mujeres que no fueron buenas para mi alma, pero eran bellas.
Observe el movimiento sinuoso de las espigas y me recordó la paz que sentía en mi espíritu. Mire con curiosidad muchas espigas que comenzaban a doblar el tallo debido a su peso y comprendí que daban indicaciones de estar llegando a su punto de madurez, más o menos lo que me estaba ocurriendo a mi. No era viejo, pero tampoco un muchacho. Me estaba madurando síquicamente y también en lo físico. Pase horas extasiado, hasta que el peso del Sol comenzó a hacerme sentir en la tierra. Baje de mi nube y comencé el regreso. Mire el reloj al llegar al auto y eran las doce de la mañana. Donde había estado durante seis horas? Me respondí, en mi mente. Di un manoteado al aire y me monte en el coche. Entonces me di cuenta que ya sabía lo que quería hacer.
Y es que a veces, la naturaleza nos orienta sin que nos demos cuenta.
Vicente José Gil Herrera.