LAS CAÑAS DEL RÍO
Un día hace muchos años, estaba casi recién llegado a Canaguá. Era un atardecer calmo, nada que ver con uno de hacía unos días, en que soplaba un verdadero vendaval agitando violentamente las ramas de los árboles viejos y fuertes, y haciendo que los jóvenes se doblegaran casi hasta rozar las aguas del río. Las cañas de las orillas, mucho más flexibles, llegaban a hundirse en la superficie, sacando los cogollos superiores como si necesitaran tomar aire para no ahogarse, cuando el fuerte viento amainaba ligeramente. Yo me había marchado del lugar, no por lo molesto del vendaval, sino por el riesgo que entrañaba que se quebrara alguna rama o copa de árbol y pudiera llegar hasta mí, aunque también debido a que briznas de hierba y pajas secas surcaban las distancias como saetas y llegaban a clavarse en los troncos de los árboles. Pero aquello había pasado. Hoy reinaba el calor y la calma, con una ligera brisa, que refrescada al acariciar las aguas del río, resultaba agradable e invitaba a olvidarse de los problemas mundanos. La superficie del agua, con ligeros y suaves rizados, semejaban una larguísima cabellera de ondas de plata con reflejos dorados y rojizos del atardecer. Tenía mi mente en calma, la sentía como mecida por el ligero bamboleo de la brisa. Las cañas de la orilla se mecían complacidas mostrando sus finos tallos. El sonido del follaje, de las aguas, de las aves e insectos, ranas, sapos y otro millar más, me hacían sentirme flotando en el aire. Mi mente, autónoma como la propia brisa cabalgaba libre sobre el suave viento, y me llevaba a recorrer momentos plácidos de mi existencia, remontándose hasta muchos años atrás, y regresando al presente en forma instantánea en un vaivén temporal que no respetaba el calendario.
Con la vista fija en las frescas aguas, en las cañas y juncos que se mecían señoriales, mi mente pareció buscar un símil con el momento presente, haciéndome pensar que mi vida en ese instante era así, dulce, suave y cálida, que acariciaba aquello que encontraba y hacía sentirse bien a personas y animales, pero sin embargo, también tenía momentos tormentosos como los de aquel mismo lugar pocos días antes, en que era dura, brava, arrasadora, dañina, y podía perjudicar a todo lo que tocaba. Pero analizando, ambas situaciones nacían en mí, y por tanto era a mí a quien beneficiaban o perjudicaban. No es que yo fuera bueno, apacible, suave y amoroso en unas ocasiones, y bravo, dañino, salvaje y perjudicial en otras. Todo estaba en mí a la par, al mismo tiempo, y que surgiera uno u otro solo dependía de como yo mismo me gestionara. Tenía que aprender a controlar ambas vertientes y permanecer estable en la llanura entre ambas. Quizá ese fuera el secreto de la vida.
Vicente José Gil Herrera