AMOR en tiempos de COVID.
El anciano se encontraba muy preocupado, ya que, aunque él no presentaba síntomas de haber contraído el Covid-19, su esposa yacía en la cama con síntomas diagnosticados y en un estado muy avanzado. Por ello llamó al teléfono de información sobre la pandemia.
Una operadora con tono, ritmo y cadencia de máquina le contestó, con voz impersonal y carente de calor humano:
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
Él era ya octogenario, y la vida le había enseñado a tomar las cosas con calma. Sobre todo, si estas eran importantes. Y en esta ocasión se trataba de un asunto de vital importancia para él y su esposa, ya que su resolución dependería de la información obtenida en esa llamada.
—Señorita, le llamaba para informarme por si llegara a enfermar por el Covid-19. ¿Qué debería hacer en ese caso?
—¿Está usted contagiado? —Esta vez, la voz mecánica de la operadora tenía un tono de alarma que no consiguió disimular, ya que eran los principios de la pandemia y se encontraba afectada, como el resto de la población.
—No, no. Solo es por si acaso ocurre.
—Bueno, en ese caso no se preocupe. — Retornó al ritmo y tono mecánicos.
—En caso de enfermarme ¿Tendría que llamar al hospital? ¿Me podrá acompañar mi esposa mientras estoy ingresado? ¿Y si nos contagiamos mi mujer y yo —¿Podríamos estar juntos?
Nuevamente, la inexpresiva voz sonó al otro lado del teléfono. Con respuestas de un protocolo, que estaba carente de empatía y de humanidad, hacia la repercusión en personas ancianas.
—No, solo puede entrar el enfermo y en caso de que su cónyuge enfermara, estarían en habitaciones separadas, las normas prohíben que hombres y mujeres estén en la misma habitación.
La voz continuó comunicando lo aprendido en miles de respuestas dadas, carentes de emoción, de sentimiento y empatía, como si de una grabación se tratara. Mientras, el anciano escuchaba estoicamente la perorata sin sentido. Con los años, había aprendido, que, si se corta a un necio, solo se alarga la agonía de tener que volverlo a escuchar las mismas necedades.
Agradeció afablemente su discurso a la tele-operadora, colgó sin prisas. De tan larga parrafada, solo le intereso cuando la señorita le dijo —“cuídese, para las personas mayores es muy peligroso. Son pocas las que se salvan después de un largo sufrimiento”. Él ya lo sabía, escuchaba las noticias, las explicaciones de los respiradores, la larga agonía de los mayores. Miró al cielo, como si meditara encontrar una súplica efectiva, o quizá enfrentándose al Creador en un mudo gesto. Sin percatarse, se adentró en un ensueño producido por una especie de duermevela involuntaria, en la que pasaron por su mente años felices. Sus hijos pequeños jugando con algarabía, como crecían, estudiaron, se graduaron, trajeron la alegría de los nietos, pero sin saber por qué se fueron distanciando. Quizá era, que el mundo actual no estaba preparado para soportar a los viejos. Se secó las lágrimas, que discurrían por los surcos de su ajado rostro, curtido por los años y el sufrimiento. Dio un manotazo al aire, como si estuviera desechando o espantando unos pensamientos fútiles, que no le llevaban a ninguna parte. O al menos, no a donde él quería llegar.
Con paso cansado y lento, preñado de desesperanzas, se dirigió al dormitorio. Se detuvo un instante antes de entrar. Mudó su rostro y consiguió dibujar una sonrisa triste. Pero era lo mejor que tenía en ese momento. Traspasó la puerta y se dirigió hacia la cama, donde su esposa, febril, con tos y respirando con dificultad, le aguardaba. Tomó su mano con cariño y ternura. La miró a los ojos y vio que se moría. Tenía el Covid-19 muy avanzado. La besó y se acurrucó a su lado en la cama. Ella lo miró con esa ternura, que emana de un único amor de decenas de años de convivencia. Intentó rechazarlo con cariño y le rogó:
—Aléjate, te vas a contagiar.
Él sonrió y le contestó —Me contagiaste hace 60 años, un contagio de amor incurable. —A la vez que intentaba dibujar una sonrisa en su marchito rostro.
Ella lo abrazó con ternura y le susurró. —Pero te puedes morir. Esto no tiene cura.
El observó su cara deteriorada por la enfermedad, mientras le murmuraba. —No hay mayor muerte que una vida sin ti. Si nos tenemos que ir, hagámoslo los dos juntos, como llevamos haciéndolo toda la vida.
—¡Pero los chicos se quedarán solos!
—Los chicos hace tiempo que viven su vida. Llaman por teléfono un par de veces al año. Y vienen cuando necesitan algo. No creo que nos echen de menos.
Los ojos de la mujer se oscurecieron como negros pozos por la tristeza que le había surgido al pensar en ello. Se humedecieron con lágrimas de dolor y asintió con la cabeza, a la vez que apretaba con mayor fuerza la mano de su esposo.
—¿Por qué no me llevas al hospital y así no te contagias? Tienes tantas dolencias que si te enfermas nada podrá salvarte.
Él sonrió y su respuesta fue: —Tú tienes las mismas que yo. Si ya solo con las pastillas comemos, no hace falta ir al mercado.
Soltó una carcajada y ambos rieron con ganas.
La temperatura del cuarto subió en forma notable. Los dos ardían en una fiebre abrasadora, los jadeos desacompasados producidos por la dificultad respiratoria iban aumentando. Pero era su fiebre, era su amor, era su vida, su costumbre de sesenta años de entrega, de felicidad sin límites, de tenerse el uno al otro, fundiéndose en uno solo, en forma inseparable desde que se conocieron y enamoraron en el colegio, cuando aún eran adolescentes y se prometieron amor eterno, en un juramento infantil no incumplido.
Dos días después, como parte de un seguimiento, realizado a todas las llamadas a información del Covid-19, llegaron dos policías al domicilio de los ancianos. Tras insistir y no recibir respuesta a sus llamadas a la puerta, solicitaron permiso para entrar. Después de cumplimentar las largas normativas para poder entrar en una vivienda cerrada, llamar a un cerrajero se desactivó el bloqueo de la cerradura. La policía procedió a entrar, avisando de su presencia. Al hacerlo, se encontraron a la pareja abrazada, su cara reflejaba paz y una ternura inmensa. Se marcharon juntos. Uno era la vida del otro. Se culminó el viaje por esta vida de dos seres, que se amaban profunda e incondicionalmente, y que no estuvieron dispuestos a separarse e en el momento postrero.
Quizá. El protocolo hospitalario debería cambiar, en casos de ancianos matrimonios que se infectan a la vez.
Vicente José Gil Herrera