LA PLAYA.

De mi libro LOS SECRETOS DE UN POETA.

LA PLAYA.

Hoy, mirando el Mediterráneo desde una distancia prudencial, desde casi la hermosa playa de arenas suaves, pero sin llegar a pisarla para no mezclarme con la enorme cantidad de desaforados que la ocupaban, unos con mascarillas, otros sin ellas, algunos en sus toallas tomando el sol, otros jugando a juegos poco apropiados en tiempo de pandemia, muchos paseando, y algunos en grupos no permitidos disimulando, ya que guardaban unas distancias casi apropiadas a las normas dictadas.

El día es ligeramente cálido a las doce de la mañana, corre una brisa suave y fresca, las olas, por llamarlas de algún modo, ya que solamente son rizos suaves y casi ralentizados, que llegan a la playa casi con ternura, acariciando la arena como una madre lo haría con su criatura. Es hermoso ver el cielo despejado, con algunos ligeros retazos de nubes, que flotan como navíos al pairo en un mar de quietud, el sol radiante, dorado, con algunos tonos rojizos, que te hacen saber su enorme poder sin que tenga que ejercerlo; el rumor del mar, ese, que aunque en la quietud te indica su fuerza pasiva, se sobrepone sobre el murmullo de la chiquillería, de las voces de los mayores, e incluso del ruido de los autos que pasan por la próxima carretera.

Sin quererlo, entorno mis ojos y entro en una especie de ensoñación que me transporta en el tiempo y el espacio a miles de kilómetros y décadas de tiempo. A una playa de Cumaná en Venezuela, hace cuarenta años. Curiosamente, parte del recorrido lo realizo en una especie de túnel del tiempo de mi memoria, y parte conduciendo un carro en el que llego desde Caracas. Pocos kilómetros antes de llegar, en el margen izquierdo de la carretera, me paro en un chiringuito que está cercano a la playa de una especie de lago fangoso donde proliferan unos peces llamados Lisas. Detengo el auto en la misma puerta, y accedo al local salivándome la boca, se despierta una de mis dos preferencias en Cumaná (bueno, verdaderamente tengo muchas más, pero estas son las que vienen al caso y tomarán fuerza en el relato), la primera, comer Lisas fritas, una carne deliciosa de pez de ciénaga, como ocurre con el Salmonete, pero con una carne blanca, fina, deliciosa, con ligero sabor a fango que le proporciona un ligero amargo casi imperceptible. Me como seis piezas, sin usar limón o salsas y ya satisfecho reemprendo la ruta para llegar a una casa que tengo alquilada próxima a la playa más concurrida del lugar. Aunque no es esa la que me gusta. Por lo general voy a otra separada unos quince minutos, llena de cocoteros, en la cual, siempre pululan ocho o diez criollitos entre los quince y los diecisiete años, que al verme se alegran por sus experiencias conmigo. Acuden a tropel para recibir el encargo de alcanzarme y abrirme cocos tiernos con abundante agua y una pulpa suave y lechosa que es como gelatina, otros sacar unas pequeñas pero sabrosísimas ostras, frescas, vivas, con un sabor inconfundible, que te hace soñar con la felicidad de un manjar exquisito donde los haya. Otro se va a buscar al colmado pequeños limones del caribe, casi minúsculos, pero jugosos y fuertes como si estuvieran maldecidos por el más terrible demonio. Me tumbo en la arena y me dispongo a comerme entre 7 y 10 docenas de ostras y 4 o 5 cocos con su agua ligeramente salobre y su asombrosa pulpa. La playa de arena fina y blanca, formando ligeras ondas que ha ido marcando el viento de la noche, y que se conservan al no ser holladas por los pies humanos, levanta pequeñas cantidades de polvo casi imperceptible, vistas solamente para aquel que la observa con el ánimo de retener su recuerdo en el alma para la posteridad. Las aguas calmas, de colores azul claro, turquesa, verde, cristalinas que permiten ver el fondo como si con una lupa lo miraras. El sol picante del Caribe, pero me encuentro protegido a la sombra de un cocotero y eso que son las ocho de la mañana y ya pica el sol como si quisiera vengarse de los intrusos que interrumpimos su solaz. Cinco horas después, termino mi banquete solitario, no siendo interrumpido ni por los chamitos criollos, que me acercan las provisiones y ni siquiera hablan.  Ya me conocen de otras veces, saben que voy a pensar mientras disfruto de mi ágape predilecto. Saqué un billete de cien bolívares, pero contando los participantes que fueron siete, consideré que plantearía problemas el reparto y añadí cuarenta más para que les tocasen veinte a cada uno. Mucha plata para ellos, el salario mensual de un trabajador se movía entre los 500 y 800 bolívares. Estaban contentos y deseoso de que retorne.

Días después, sobre las diez de la noche, con luna llena, siento la necesidad de ir en solitario. Al llegar, lo primero que llama mi atención, es un hermoso y suave mar de plata, rizado por una brisa casi imperceptible, que refleja destellos de plata y diamantes vivos que cambian de lugar como si fueran luciérnagas. El rumor del agua adormece mi conciencia, mientras como hipnotizado observo millones de estrellas en el firmamento.  Una rutilantes como lámparas de gran potencia que estuvieran recién encendidas, otras con diversos colores azules, otras de color de un fuego candente en distintos grados, algunas con fuego mortecino y otras casi extintas como si se encontraran agonizantes, todas ellas, todas, con distintos tamaños y pareciendo mirarme fijamente en pos de descubrir los secretos escondidos en mi alma de poeta, o quizá, demandando silenciosamente una poesía a su belleza. Pero la señora de la noche, la Luna, se impone con su belleza y abstrae mi mirada y sentimientos hacía ella.

Me desnudo totalmente y camino hacía las cálidas aguas, notando como a cada paso van ascendiendo y acariciando con mimo mi cuerpo. Siento su calor de amor, de un amor indescriptible que solo te puede dar la naturaleza cuando te sientes en comunión con ella. Algún pez se aproxima con curiosidad al ver un objeto extraño en sus dominios, e incluso llegan a rozarme, haciendo que sienta aún más, si es que se puede la ternura de ese mar. Me abandono en las aguas, flotando con los ojos cerrados que solo abro para contemplar el Edén que me rodea, y pienso en cosas bellas que me van alegrando el alma y avivando percepciones que antes de llegar permanecían dormidas. Me crecen en la mente como  frondosas espigas mil poesías, que pugnan por salir todas a la vez, haciéndome desear tener mil bocas para declamarlas a la vez, pero solo tenía una, por lo que deben esperar un turno aleatorio no mensurado. Pero no me marcharé hasta haberlas expresado todas y memorizado pormenorizadamente cada una de ellas. Las escribiré en papel luego, ahora ya está guardadas en la caja fuerte del corazón y vigiladas por el guardián de la mente, para que no puedan alterarse los sentimientos. A lo lejos, entre una delicada bruma llevada por la brisa del mar, se adivinan, más que se ven las mortecinas luces de la ciudad. Salgo caminando lenta, pausadamente del seno de la madre mar, y me voy sintiendo ingrávido, como si todos mis pesares hubieran sido arrastrados por el leve oleaje y fuera alguien distinto. Un hombre nuevo, no una persona contaminada por los avatares de la sociedad y la vida diaria. Era solo poesía, solo sentimiento liberado de un cuerpo terrenal que antes arrastraba. Miré mi piel, arrugada como pasa madura o como garbanzo que hubiera estado demasiado tiempo a remojo, me acerqué y miré el reloj, eran las cinco de la mañana, algunas estrellas, las más viejas, ya se habían ido a dormir, las otras se desperezaban en parpadeos luchando contra el sueño como suelen hacer los jóvenes que pugnan por disfrutar el mayor tiempo posible. La luna ya se alejaba, pues en el oriente se comenzaban a vislumbrar algunos tenues rayos de sol, y según una ancestral maldición indígena, aunque enamorados el Sol y La luna, tenían prohibido juntarse.

Decidí abandonar el Paraíso, y dirigirme al infierno terrenal que era la ciudad. Me senté con lápiz y papel (me parecía una ofensa escribir con bolígrafo por lo artificial) y escribí decenas de poesías, centenares de pensamientos y reflexiones. Y mi mente febril hasta entonces descansó y encontró el silencio y la paz.

Vicente José Gil Herrera.

 

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