EL PARIA
Quizá debiera decir el emigrante, trotamundos o algo parecido. Pero creo que aunque paria suena fuerte, los que hemos emigrado, y sobre todo si lo hemos hecho a varios países, al final nos sentimos sin una patria, aunque en mi caso siento amor por varias y las llevo como mías en el alma.
Pero la realidad, es que la sensación de no tener los mismos derechos en tu tierra natal, y lógicamente tampoco en las otras a las que has llegado, me hace sentir que el término paria es el más apropiado.
En un libro que leí hace muchos años, hablaba del orgullo del indiano, refiriéndose a las personas que emigraban a América con la meta de hacer fortuna. Y tenía dos vertientes, el que triunfaba haciéndose rico y regresaba a su tierra comprando fincas, castillos o construyéndose mansiones. Y el que fracasaba, y sentía vergüenza de volver a su tierra, arruinado, derrotado y con solo necesidades y tristezas a las espaldas. Hasta el punto, que la mayoría de ellos preferían morir como emigrantes en la miseria e inanición, antes de regresar fracasados.
En éste último caso, no es que el país les negara sus derechos de ciudadano, que también, ya que por ejemplo no tenían derecho de pensión de jubilación por no haber cotizado, pero lo peor eran las gentes, que se reían o burlaban de ellos por haber fallado en su intento, aunque aquellos que se mofaban deberían haber sentido vergüenza propia, por no haber tenido el coraje de intentarlo.
Luego, debemos tener en cuenta otra vertiente social, si retornas rico, todos quieren ser amigos tuyos ¿Sinceros? Cabe la duda. Si regresas pobre nadie quiere acercarse a ti ¿Pensarán que es contagioso? Regreses rico, pobre o normal, los amigos que tenías en juventud han hecho su vida, y van por otros derroteros, tienen sus familias, sus nuevos círculos y en ocasiones ni se acuerdan de ti. A mí me pasó en una ocasión que regresé después de muchos años a mi tierra y me fui a tomar una cerveza al bar donde solía ir en antaño con los amigos. Nada más entrar vi a uno que le llamábamos El Gordo. Con el ánimo de darle una sorpresa, me acerqué con un cigarrillo en la mano y le pedí fuego. Se volvió, me miró, sacó su mechero y me dio fuego. Le di las gracias y siguió tomando su caña. En fracciones de segundo decidí no presentarme, como a otros de la pandilla que estaban tomando su aperitivo aquel domingo a las doce. Nadie me había reconocido. Pensé no vale la pena. Igual que yo los he reconocido a todos entre la muchedumbre que atesta el bar. Ellos deberían haberlo hecho conmigo. Opté por marcharme a otro lugar a pasar mis vacaciones.
Quizá no eran amigos, solo juntas de juventud. Sin embargo tengo amigos por doquier, en decenas de países, en ciudades, campos, pampa, sabana, tribus indígenas y ello sin olvidar a los parroquianos, que aun sin conocernos físicamente me han otorgado un cariño que siento en mi pecho.
Vicente J. Gil Herrera.