EL CIEGO

 

EL CIEGO.

Corría en aquel entonces el año 1950. Estando casi a las puertas de un cambio de sociedad. Era una extraña cultura, navegando entre dos aguas, el rancio y triste abolengo de una alta sociedad, que se negaba en redondo, a asumir modernidad, conviviendo con los otros que buscaban libertad, deshacer las ataduras de esa vieja sociedad.

Era un espléndido domingo, de primavera radiante, que casi pareciera haber llegado el estío. Cuando sonaban las doce en un reloj de una iglesia vecina a un hermoso parque citadino. Considerado el pulmón de una magna capital, era el lugar de encuentros de la alta sociedad. De todo podía hallarse, desde jardines cuidados; parterres atiborrados de rosas de todos tipos; bosques frondosos, que surcados por senderos, servían como escondite a eternos enamorados; un estanque de los patos, que incluso tenía barcas para poder pasear mientras se hablaba de amor; edificios muy antiguos, que otrora fueran palacios, o lugares de reunión donde pactaban monarcas; grama que verde gritaba que nunca faltaba el agua, y que siempre bien cuidada, permitía a los infantes juagar a las guerras santas, a ladrón y policía, y casi nunca faltaba, un partidito entre niños, que gritaban algaradas.

Una señora bien puesta, altamente engalanada, con ricas emanaciones de unos perfumes muy caros, paseaba alegremente, iba esparciendo en el aire millares de carcajadas, que al ir pasando acallaban el trino de algunas aves. Gorriones asustados, con saltitos presurosos, buscaban algún refugio escondido entre las plantas. Acompañada de otras, igualmente engalanadas y llevando de compaña a un coro de enamorantes, que algo, en su secreto interior, estoy seguro buscaban. Paseaban el bullicio, con alboroto que extraño, al menos me parecía en ese remanso de paz, catedral del arbolado, rincón de naturaleza, matriz de verso y poema, ensueño para escritores, solaz, para quien perturbado, por los quehaceres diarios, buscaba con el olvido, mitigar su triste vida.

Un anciano, con gastadas vestimentas, el cabello enmarañado al ser movido en la brisa, ya que lo llevaba largo, casi tocando sus hombros, sentado al pie de un árbol parecía meditar. Cara curtida del tiempo, surcada por mil arrugas, con los ojos entornados, cubriendo un lago grisáceo, presagio de la ceguera, que denotaba el bastón que dormía reclinado en ese vetusto tronco. En silencio, casi ausente pasaba desapercibido sumido en sus pensamientos. Su Mundo, era otro mundo, su espacio, era otro espacio. Y con sus manos nervudas, como raíces de encinas, acariciaba la hierba.

Y al llegar la comitiva, formada por el cortejo de esas damas presumidas y sus galanes sedientos de conseguir atención que luego lleve a favores. Al ver al viejo sentado, pararon su caminar. La dama hizo silencio agitando con la mano el aire delante de ella, era un movimiento raro, como queriendo volar en un revoloteo torpe simulando el aleteo de un ave al despegar. Pronto se hizo el silencio. Y la dama caminó presurosa hacia el anciano, y deteniéndose a un metro, le preguntó sin ambages.

─ ¿Es usted ciego señor?

El viejo, se sonrió, con una sonrisa leve, pero profunda y suave, como se siente la brisa en cálido atardecer, casi a la puesta de sol en estíos calurosos, que te devuelve la vida que se llevaba el sofoco. Alzó la cara, encarándose a la dama que preguntaba lo obvio.

─De nacimiento lo soy.

La dama coqueteando quiso saber algo más. ─ ¿Se debe sentir tristeza de no poder disfrutar de las vistas tan hermosas que nos regala este parque?

La sonrisa del anciano, ahora, con un brillo inusitado, cubría toda su cara, incluso sus lagos muertos, emanaban sensación de haber cobrado la vida. Y con mesurada calma, procedió a contestar.

─Soy ciego de la vista, no del alma, ni de los otros sentidos. A veces suele ocurrir, que los que pueden mirar valiéndose de los ojos, suelen ver menos que un ciego. Pues que sus otros sentidos, no profesan armonías, que le permitan sentir, y solo suelen mirar. Porque mirar, es una cosa, y ver otra muy distinta. Estoy seguro señora, que mi paisaje es más rico, más hermoso y más sentido, que el que usted está mirando con esos hermoso ojos.

Quiso la dama ser fina, y con su mano tapó su boca rojo de sangre, para intentar acallar estruendosa carcajada. Sin alcanzar a tapar, ni lo uno, ni lo otro. Pues consiguió que otras gentes, que paseaban cercanos, se volvieran a mirar, y en cuchicheos livianos llegaran a comentar. Un precios ruiseñor que posado en una rama, estaba dando un concierto, se levantó en desbandada. Y con voz recia de enfado se dirigió al apacible anciano.

─Si es ciego de nacimiento, es imposible que vea.

─Perdóneme usted señora, no le quisiera faltar. Es imposible que mire, pues el mirar se realiza con los ojos solamente. Y debo de corregirle, ya que el ver es el cerebro, que interpretando señales, nos muestra esos objetos. Pero la imagen señora, no es solo de la mirada, ya que participan sonidos, olores, tactos que uno acumula, sabores, y se complementan siempre de sentimientos, de experiencias y de la imaginación que nos ha llevado al momento. Y usted, con perfume penetrante, difícil que pueda oler, la fragancia de las flores, o el olor de esta hierba que fue cortada hace horas, y tampoco escuchara, el trino de ciertas aves, el rumor de la hojarasca, la fuente que cantarina nos obsequia con su agua, los patos que allá en el lago demandan por su sustento, y como puedo entender, no creo que usted se manche tocando el antiguo tronco en que yo estoy recostado, tampoco creo que usted, con esos labios pintados, tenga una brizna de hierba mordida con desenfado. Y además, la imaginación, la viene usted derrochando en conversación banal para atraer a sus gallos. Usted es ciega del alma, ni tan siquiera notó que era ciego, ya que usted lo preguntó.

Vicente J. Gil Herrera

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