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EL JARDINERO.

EL JARDINERO.

 

Dicen las gentes de antaño, donde se pierden los tiempos, en tierras que ya olvidadas nadie recuerda su nombre, existía un jardinero, y a veces contaba cuentos, o quizá fueran historias que un poco él adornaba para que las percibieran. Contaba una historia rara, o más bien sea un cuento. ¿Quién lo sabe? …

 

Ocurrió una primavera, digamos que comenzó con un esqueje buscado con cuidado y con amor, caminó por todas partes para saber de quién era, hasta que encontró el rosal del que quedara cortado y viendo el rosal podado, con su tan bella presencia, soñó que cuando creciera al arbusto se pareciera, y llegó la primavera, dos años había esperado, el rosal joven y fuerte comenzó a dar sus retoños, unos pequeños botones que crecían por los flancos. Cuidábalo cada día, lo regaba y lo abonaba, incluso le conversaba y tanto y tanto lo amaba, que luego por él sufría.

 

Los botones fueron creciendo, dando paso a rosas olorosas de rojo sangre de amor, con insultante belleza, pues orgullosas y altivas destacaban sobre todo.

 

El jardinero pensaba, reflexionaba en silencio, si tanto al rosal quería, que un hijo le parecía, entonces, casi sus nietas las lindas rosas serían, y le invadió la tristeza pues la vida es efímera, al fin de la primavera fueron muriendo las rosas y con ellas su alegría, cada pétalo marchito era un trocito de vida que entre los dedos perdía.

 

Fueron pasando los años y cuando llegaba el cuarto, una helada dura y triste, termino con el arbusto, la desolación inmensa, el dolor raro y extraño, la soledad tenebrosa que en su alma penetró, después de decir desmanes, después de insultar a Dios, embargóle la tristeza y tomó una decisión, nunca más depositaría amor en algo perecedero.

 

Fueron pasando los años y la calma recobró, sentía una paz interior, pues nada le perturbaba, desde el mismo día siguiente de tomar la decisión, arrancó todas las plantas, regaló los animales, enlosando los terrales, dejó morir los parterres y así no se preocupaba. Sonreía para si el jardinero, pues nada en su derredor se moría y de nada dependía.

 

Fueron pasando más años, y un buen día algo extraño sucedió, al mirarse en el espejo vio que sus sienes comenzaban  a tomar tintes blancos, salpicadas de pequeñas canas por doquier, miró su rostro atezado por el sol y empezaba a perder la tersura de ayer, vio unos ojos que clavados en el fondo del cristal le miraban con tristeza, eran negros, los suyos también, eran profundos, igual que los de él, pero estaban tristes, hundidos y los de él, no los recordaba sin una luz de alegría, sin destellos de sonrisa, pero lo peor de aquellos ojos es que estaban carentes de alegría. Se acercó al espejo y los ojos parecieron aproximarse, entonces y solo entonces comprendió que eran los suyos, los miró de mil maneras y siempre eran oscuros.

 

Salió al jardín presuroso y sentose en una piedra que hacía las veces de banco, miró sus manos, ya seca de tantos años pasados, inclinando la cabeza en rictus casi espectral fue mesando su cabello, más el gesto ritual casi intentaba aplacar, cientos, millones de ideas. Aquella paz interior que antaño logró busca, ahora, en el momento crucial que intentara comprender esa cruel realidad, de que aislado por doquier había tenido paz, más a cambio de ignorar, de eludir, de esquivar y olvidar, de renunciar a sentir y con ello, abstenerse de vivir.

 

Febril su mente pensaba ¿Cómo pasaron los años? ¿Qué hubo que recordara? ¡Es cierto, nada le hacía ya daño! ¿Nada? Nada exterior, solo él se lo causaba. Repasó los últimos años en busca de una razón, de un motivo, un sonreír, el llanto de alguna vez y nada pudo encontrar. Quiso saber desde cuando, en que momento dejo de sentir sus penas y comprendió que a la par dejo escapar las alegrías, quiso erradicar el llanto y fue quemando su vida en los humos del olvido que se pierden cada día.

 

De nuevo quitó las piedras y trabajó bien la tierra, con cuidado y esmero dio vida a los arriates y fue plantando mil flores, sin olvidar el rosal, volvieron los animales y tan absorto en sus lides se encontraba el jardinero que al levantar la cabeza vio que las rosas nacieron, una lágrima resbalaba por ese rostro ya viejo, y florece una sonrisa de sus labios entreabiertos. Fue a mirarse al espejo y entonces ¡Oh gran sorpresa! Sus ojos tenían brillo. Y es que el amor es sonrisa, pero también es tristeza, es que todo lo que viva, se muere o marcha un día, pero resulta bien cierto que disfrutarlo es la vida.

 

Corrió de nuevo al jardín y arrodillado en las plantas olía todas las flores, acariciaba los pétalos, hablabales de alegrías y así termina esta historia que quizá solo sea un cuento, pero que diera la vida a aquel triste jardinero a pesar de que le turbaba el tanto y tanto sentir.

 

 

 

 

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