LA ANCIANA

LA ANCIANA

 

TERCERA PARTE 3/3

Tome usted señora, para que pueda ayudarse. Y sacando la mano del bolsillo le puso en su mano dos pesetas. Por un momento pensé que ya no tenía que darle dinero, pero la mirada de José me devolvió a la realidad. Así que saqué las dos pesetas que había apartado y las deposité en su mano, a la vez que me despedía del café. La mirada de agradecimiento que emanaba de esos ojos hundidos en una especie de cavernas, fruto de la edad, de las necesidades y posiblemente de dolencias que desconocíamos, no la podré olvidar nunca. José apretó su mano con cariño y nos despedimos.

 

Nos encaminamos a buscar los churros en una parada que se instalaba los domingos por las mañanas, la clientela abundaba ese día en horas tempranas. Pedimos los churros y comenzamos a comerlos con marcada flema, para de ese modo saborearlos mejor y que saciaran más, pues la cantidad de porras no era abundante dada nuestra economía. Miré hacía el suelo, y me pareció ver un brillo entre los papeles esparcidos por el piso. En principio no le di importancia y seguí degustando el exquisito manjar. Pero un rayo de sol, tímido pero con la suficiente intensidad, hizo que ese brillo se acentuara, despidiendo destellos que me llegaban a los ojos. Me acerqué y removí los papeles, encontrando para mi sorpresa un duro. ¡Cinco pesetas! No me lo podía creer.  Se las enseñe a José mientras inquiría con la mirada, para saber qué debería hacer. Él con su mirada de aprobación, me dijo sin palabras que eran mías. Así que pedí otras dos pesetas de porras. Y estas aún estaban mejor. Seguimos caminando y nos adentramos en el parque y ya llegando al estanque de los patos me dijo:

 

  1. ─ Ves algo o alguien te ha premiado tu buena obra. No siempre se tiene la suerte de obtener la recompensa en forma tan rápida, pero al final siempre llega. Y en caso de que no se produzca, el saber que has ayudado a alguien que lo precisa, produce una sensación incomparable, que se sobrepone por encima de tus necesidades.

 

Lo miré, y asentí con la cabeza. Cuando vi la ternura de aquella buena mujer al recibir lo poco que le había entregado, me habían entrado ganas de darle el resto del dinero. Y después sentía mi pecho henchido de orgullo por haber tenido el coraje de entregarle ese dinero que atesoraba para el café. Aprendí, que una buena obra, realizada con el corazón, llena más que un café, y que cuando ayudas a alguien no debes hacerlo con superioridad, sino de igual a igual y con bondad.

 

Fin del capítulo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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