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LA HABITACIÓN DE LOS MUERTOS

De mi libro “Vivir o morir en Canaguá” Disponible en Amazon.

LA HABITACIÓN DE LOS MUERTOS

Ese día arrancaba el restaurante y en teoría comenzarían a llegar autobuses regularmente. Habíamos tenido la experiencia previa de uno, y gozábamos la seguridad de que funcionábamos. Era descorazonador ver como pasaban las horas y los vehículos por la carretera sin que parara ninguno, hasta que a las seis de la tarde se detuvo el primero.

 

Vino el conductor sonriente y me dijo:

 

Está como dijiste, ─comentó refiriéndose al local ─No te preocupes si no han parado los otros, pues hasta que no lo viéramos abierto no nos atrevíamos a traer a la gente sin comer ni beber. Pero ahora. ─me aseguró ─verás como empezamos a parar a partir de mañana.

 

Pidió de comer y ofreció a la gente media hora de respiro para que pudieran consumir y beber. Fue un éxito, a todos les gustaba la comida y la atención. El servicio era rápido pues ya éramos dieciocho las personas que atendíamos el restaurante, con un sistema de turnos curioso, estábamos divididos en tres tandas de ocho horas, encontrándose ligeramente más reforzado el que comprendía la hora de almuerzo, y más débil el de la noche, a partir de las doce. Pero en caso de estar lleno, se avisaba, y en pocos minutos estábamos los dieciocho de servicio, aunque para un autobús con ocho era suficiente.

 

Efectivamente empezaron a llegar autobuses, tantos, que a veces era terrorífico poderlos atender, dado que estábamos preparados para suministrar hasta unas cuatrocientas comidas, aunque podíamos servir a cuatrocientas cincuenta sin gran esfuerzo. Sin embargo, en muchas ocasiones superábamos las quinientas y algunas veces hasta seiscientas. Era de locura, y aún con la comida semi preparada, resultaba muy difícil atender a todos los comensales que además llegaban a la misma hora en su mayoría, paraban buses de distintas líneas. Y además, los “carros” particulares al ver tanto trasiego, optaban por entrar pues era señal de que se atendía bien y rápido.

 

El día de menos venta era el sábado, al tratarse de una ruta tan larga, la mayor afluencia ocurría el viernes en la ida y el domingo en el retorno, sumándole a esta última jornada, todos los comensales que venían a comer paella. Por lo cual, el domingo, a excepción de algún hervido de res, el único menú era paella, pudiendo acompañarse con alguna carne o pescado asado o en salsa.

 

A pesar de tanto trabajo al caer la noche siempre encontrábamos tiempo para reunirnos y cenar todos juntos. En lugar de comer en el restaurante, nos gustaba más hacerlo en el “caney” y allí contar historias, cantar y departir hasta que se iban acabando las fuerzas. De ese modo se secaba el piso del local sin que nadie lo pisara y estaba impoluto para la llegada de los clientes.

 

Una noche, El Viejo comenzó a contar una historia de enterramientos:

 

─Dicen que en Ciudad Bolivia hay una casa con un tesoro enterrado y lo saben porque nadie ha podido entrar ni de noche ni de día en ella, pues hay al menos un alma en pena que lo guarda. Yo hice una apuesta con un turco, ─dijo refiriéndose a un hombre de procedencia árabe, ─dueño de un abasto en el pueblo. Le prometí que le daba cien “bolos”[1] si era capaz de entrar conmigo allí, pero él tenía que pasar primero. Y cuando fuimos, el turco abrió la puerta y ná más “qu_hizo entrar salió “pa’trás” como si lo empujaran. Salió corriendo y yo detrás de él y nunca más me he atrevido a ir, aunque dicen que hay muchas morocotas enterradas. –Nombraba El Viejo a las monedas de oro con ojos como platos.

Me reí y le insté:

Cuando quieras vamos.

Patrón yo sé que tú eres “arrecho”, ─contestó a mi invitación, ─Pero eso es de otro mundo. Yo no voy.

Concluyó. ─¡Y tú sabes que no me rajo por ná!

Eso son leyendas, no debes tener miedo, ─le dije.

En esto, uno de los últimos empleados que habían llegado dijo:

Patrón, ¿usted sabe que debajo de donde nosotros dormimos hay una habitación que está tapiada?

No, no creo que la haya, ─contesté yo.

Me replicó amontonando las palabras:

 

Pos sí que la hay, que el italiano que le vendió a usted la mandó tapar, porque ahí es donde mataron a los dos dueños anteriores. El primero va pa’ diez años y el segundo pa’ seis. A los dos en el “mesmito” sitio y de la “mesma” forma… y el italiano mandó a que la tapáramos y ahí hay “espantos”, que se lo juro por mis hijos.

 

No sabía qué decir, así que acordamos que a la mañana siguiente lo averiguaríamos. Él me dijo que no lo hiciera, y yo testarudo no encontré motivos para renunciar al sí. Se interrumpió la velada. Todos estábamos nerviosos, y por qué no reconocerlo asustados.

 

Esa noche me fui a dormir a la casa ordenando que me avisaran si llegaba algún autobús, estaba agotado, llevaba algo más de un mes en esa dura brega y necesitaba descansar al menos una noche. El Blanco vino conmigo, aunque mejor debería decir que yo iba con él, pues siempre se ponía delante, y si escuchaba u olía algo, ponía las orejas tiesas y se colocaba en postura de ataque, a la vez que emitía un gruñido sordo, detrás de mí venían otros perros que pertenecían a la pandilla del Blanco. No llegó ningún autobús, pues era sábado, y en la mañana me fui al río con mis perros. Ya el Blanco se había encargado de ir trayendo a sus amigos y como con las sobras del restaurante comían muy bien, me había juntado con catorce perros que seguían mis pasos a donde yo fuese.

 

Al ser machos y hembras, y no existir ninguna clase de prevención en el cruce entre los animales, aquello prometía convertirse en una verdadera jauría como así fue, llegando a tener más de treinta perros que dormían en el exterior de la parte trasera de la cocina. Afortunadamente los cachorros eran muy solicitados, y como solía regalarlos antes de que cumplieran los tres meses, no me quedaba ninguno.

 

Regresé del río y me acordé de la conversación de la noche anterior. Fui al restaurante y desayuné copiosamente. Veía que todos los empleados estaban expectantes, por lo que supuse que esperaban que el mossiú cumpliera el compromiso de la víspera. Me levanté de la mesa y me fui al lugar donde se decía que había sido tapiada la habitación. Empecé a buscar diferencias en el material que conformaba la pared y efectivamente las encontré. Pedí una marra y nadie se atrevía a dármela, hasta que El Negro, un ex policía de casi dos metros de altura, cuadrado como un armario, y con cerca de los ciento treinta kilos de peso, me la dio.

 

La tomé y comencé a golpear donde supuestamente estaría el hueco de la puerta. Efectivamente, después de varios golpes quedó al descubierto un agujero oscuro. Me animé y terminé de derribar la mayoría de la pared que cegaba la puerta. El olor que salió fue nauseabundo, a humedad y podredumbre. Pedí una linterna y El Negro me dio una y encendió otra. Penetré en la estancia mientras él se quedaba en la puerta iluminando el interior. Además del hedor hacía un frío terrible. Me sobresaltó el gélido ambiente, retrocedí con la disculpa del olor y tomé aire, mientras pensaba febrilmente buscando una explicación al frío tan intenso que emanaba del habitáculo. Había que tener en cuenta que estábamos en un lugar donde las temperaturas superaban los treinta y seis grados centígrados.

 

Encendí un cigarrillo que pedí a uno de los mesoneros y por más que pensé no encontré una solución lógica. Me volví a adentrar en la habitación y esta vez además de sentir el frío, mi subconsciente me hacía notar alguna presencia extraña, en mis oídos notaba una especie de zumbido de muy baja frecuencia, que además hacía que mis carnes produjeran algo parecido a una leve vibración.

 

Me repetía a mí mismo:

No te acojones, eso son los nervios.

 

Y buscaba la causa del olor. Descubrí una a quien culpar, al ver que de cierta parte del suelo emanaba agua sucia, pues la tubería que conducía las aguas fecales pasaba por allí y al parecer se producía una leve filtración. Alguien había tapiado la habitación sin sacar la ropa y enseres que contenía, desparramados por el suelo podían verse camisas, pantalones, “franelas”, sábanas, dos almohadas aún con sus fundas, un colchón, que tuve la sensación de verlo moverse ostensiblemente, zapatos y zapatillas. Pero curiosamente no había ningún tipo de mueble, bueno sí, una silla plegable de esas de madera. Sentía frío, un enorme frío que me hacía temblar y tiritar. Retrocedí asustado hacia la puerta. Percibía algo que flotaba en el aire y me ponía los vellos de punta. Salí diciendo que había descubierto el mal olor y colegí la causa, aunque en mi fuero interno sabía que no era solo eso, el olor de las aguas fecales se mezclaba a un olor que conocía de mi época de estudiante cuando montaba televisores, era el olor de la alta tensión, característico, en alguna forma alteraba el oxígeno. Mientras, mi mente se agitaba inquieta. Recordaba lo que había visto en el colchón. Para quitarle importancia quise pensar que debería ser alguna rata. ¿Pero qué rata era capaz de mover un colchón que parecía estar mojado por la filtración de la cloaca? Tenía miedo, tengo que reconocerlo. Había visto y sentido cosas inexplicables. Los vellos de los brazos aún estaban erizados. Me lo callé, no podía hacer que cundiera el pánico.

 

El Negro me miraba, entre asombrado y asustado, se me acercó y poniéndome su manota en el hombro me dijo:

 

Patrón, ¡Venga conmigo!

 

Me llevó a la parte posterior del restaurante y sacó una botella de miche. Yo que no bebo, ni lo hacía entonces, me la puse en los labios y sin decir nada me apuré más de media. Cuando iba a marcharme para entrar de nuevo en la habitación, me agarró por el brazo y me retuvo diciéndome:

 

Patrón yo sé que es bragao, y yo no me achico ante na’, pero eso es una locura. Hay “espantos”, ─usó El Negro esa palabra de sabor local para nombrar a los fantasmas, ─en esa habitación y usted lo sabe. Si no cierra la puerta con ladrillos, aquí no queda ni yo. ¡Tápiela, llame al cura de Ciudad Bolivia y olvídese! Nadie va a pensar mal de usted, pues otro no hubiera entrado la primera vez.

 

Reflexioné y tomé una decisión. Primero, taparía la puerta con tablas y ladrillos; segundo, pensaría y realizaría una instalación eléctrica para ver bien qué era lo que ocurría; y tercero, y por si acaso, iría a buscar al cura del pueblo. Así lo hice. Preparé un dispositivo móvil con potentes tubos de neón, capaz de iluminar como si fuera de día una habitación cuatro veces el tamaño de aquella. Tapamos la entrada y esa noche se fueron todos los empleados a dormir a mi casa, ninguno quería pernoctar allí, pues según ellos, los muertos estaban buscando vengarse de sus asesinos y hasta que no lo consiguieran se encontraban bravos (enfadados), así que nadie quiso dormir encima mientras el hueco estuviera abierto.

 

Al día siguiente me fui a buscar al cura de Ciudad Bolivia. Un hombre recio, enorme de tamaño, “criollo” de nacimiento, negro cual noche sin luna y aparentemente incrédulo ante “esas cosas” como él las llamaba. Lo traje en el coche con su sacristán y un monaguillo y como no se fiaba demasiado de lo que le contaba, pidió al Prefecto que enviara una patrulla con cuatro metropolitanos. Llegamos al lugar y al quitar las tablas olía peor si cabía. El cura arrugó el ceño y miró al sacristán, que se le había puesto cara de cadáver.

 

Los metropolitanos que habían ayudado a quitar las tablas se retiraron discretamente pero con prisas, vamos, que no corrieron por vergüenza. Yo llegaba con los reflectores preparados y cuando me encontraba en la puerta le pedí al Negro que lo conectara. Así lo hizo, y un torrente de luz iluminó la entrada de la habitación. Penetré en ella, y nada más hacerlo, se apagaron todos los tubos. Salí para ver si se había desconectado algún cable y me encontré con que todos los tubos estaban negros. Los cambié con la excusa de que eran viejos y volví a entrar. En pocos segundos estaba a oscuras dentro de la habitación y además solo, pues ni el cura siquiera se había atrevido a entrar. Volví a salir y los tubos parecía que no los hubiera cambiado.

 

Intenté buscar un razonamiento lógico y no lo encontré ni entonces, ni después por más que lo he intentado. Si se hubiera tratado de lámparas de incandescencia, el cambio de temperatura habría determinado un incremento de consumo fundiendo los filamentos, o romperlos el propio movimiento, pero se trataba de luz fría, esto es, sin incandescencia. En este caso, los tubos de neón sólo se agotan después de largas horas de trabajo durante días y días por no decir meses y meses, e incluso años, y comienzan a ponerse negros en los extremos, no en todo el tubo. No profesaba ninguna religión, no creía en espíritus, ni en fantasmas, ni en presencias de cualquier tipo. Pero allí había algo. Una cosa extraña que parecía enfadarse por alterar su soledad, su santuario. No sabía si en realidad eran espíritus cabreados como decían los trabajadores, pero algo había, que un colchón mojado se moviera casi un metro sin haberlo tocado, sin viento, sin ninguna explicación coherente, era anormal. Así que decidí dejárselo a la iglesia.

 

El cura comenzó a rezar de manera atropellada pronunciando los nombres de los dos difuntos en medio de sus oraciones, nombres que no alcancé a entender el miedo le hacía farfullar. Sacó una botella de agua bendita y tal era su nerviosismo, que la tiró dentro sin destaparla siquiera, y pidió que se tapara aquello. No sé si el agua bendita dentro de la botella podría tener algún efecto, pero tengo mis dudas.

 

El acojono fue generalizado. Cerramos la entrada, pero antes hice una pequeña prueba. Me percaté que Blanco no me había seguido en la habitación. Lo llamé y vino, pero cuando quise que entrara conmigo no lo conseguí. Es más, al intentar forzarlo salió aullando y se perdió en las cercanías. Me convencí que debía tapar aquello y lo hice, aunque siempre he dudado sobre qué habría allí realmente, y todavía cada vez que lo pienso, me entran deseos de regresar un día, volver para averiguarlo. Aunque cabría pensar que se había adueñado de mí la superstición de la zona y ella misma me habría hecho sentir el frío que en realidad era solo producto de mi miedo. Debo reconocer que lo tenía. Y mucho por cierto. El mal olor no tenía una causa lógica; el temor de los lugareños era fundado, incluso yo lo sentía. Pero sigo preguntándome, ¿por qué se agotaban los tubos neón? En la distancia y el tiempo, he llegado a pensar que quizás ya estaban agotados, que los muchachos cuando cambiaban un tubo a lo mejor colocaban el viejo en la caja, pero aun así, ni entonces, ni ahora después de tantos años, he visto que un neón se ponga todo negro de forma inmediata y menos ocho que llevaba la lámpara. A lo mejor me entero alguna vez en esta vida o en la otra.

 

Pero durante bastante tiempo tuve que arrepentirme de haber abierto aquella habitación. Durante meses, familiares y allegados de los difuntos iban a colocarle flores a la entrada tapiada, con el susto y el temor de mis empleados. Afortunadamente, la entrada estaba en la parte posterior del restaurante, por lo que nadie podía ver ese extraño mausoleo, ni las ofrendas florales a difuntos, o las gentes orando en forma compungida.

 

No se lo dije a nadie, pero durante varias noches se me presentaba un sueño recurrente, o más bien una pesadilla que me hacía despertarme sobresaltado. Entraba en una sala oscura, y veía a dos personas, una acostada en un colchón en el suelo, que era como el que había visto moverse en la habitación, coincidiendo en tamaño y sus franjas de colores. Sobre él, una persona acostada en una postura extraña, y se encontraba iluminada por un haz de luz redondo, como los que se usan en el teatro para iluminar al protagonista de la obra; al aproximarme, el espectáculo era dantesco, se veía un enorme rosetón de sangre en el pecho, a la altura del corazón y un tajo en la garganta que dejaba ver su tráquea totalmente cortada y una mancha de sangre que se extendía a lado y lado del cuello impregnando el colchón y corría  en dirección a su pecho. Recordaba haber visto una mancha oscura, casi negra en el colchón de la habitación. La otra persona, aparentemente estaba también muerta. Pero se hallaba en un rincón al fondo y a la derecha de la habitación, e igualmente estaba iluminada. Yo me aproximaba y la visión era horrible, la cabeza estaba destrozada, como de haber recibido un fuerte golpe con algo sumamente contúndete, y asomaba masa encefálica por los bordes de la aterradora herida. Había poca sangre y chorreaba por las tres caras visibles de su cabeza. Yo retiraba la vista, y al hacerlo, veía en el suelo un bate de béisbol ennegrecido por una mancha que aparentemente parecía sangre. Y sin saber por qué o quién los pronunciaba, escuchaba dos nombres con marcado acento italiano, los cuales no llegaba a percibir con claridad, algo como Mauricio y Renato.

 

Salía al exterior temblando por el frío y el miedo, y al mirar mis manos y brazos estaban como escarchados de escamas de hielo. Me despertaba sobresaltado y me tenía que levantar y ponerme a hacer alguna cosa, me daba pavor pensar en dormirme.

 

No lo conté, desconozco si callaba por vergüenza de confesar que aquella vivencia me había impactado. No sé si por temor a que el personal se marchara, o quizá porque pensaran que estaba perdiendo la cabeza.

 

[1] Bolívares.

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