LA MONTAÑA RUSA.
Hace muchos años, en Miami, fui a ver la montaña rusa. Me sorprendió que estaba realizada en madera, teniendo unas dimensiones monstruosas. Por aquel tiempo, era de las más grandes del mundo. Compré una hamburguesa y una Coca-Cola de esas en vaso gigante y con tanto hielo que temía se me congelaran las tripas. Eran las doce de la mañana, y me senté a tomar el refrigerio mientras observaba detenidamente la montaña. Mientras miraba como los vagones realizaban el recorrido, se me ocurrió realizar una analogía con mi vida, y quizá con la de la mayoría de las personas.
Comenzaba por un accenso lento y entretenido, en que los viajeros se dedicaban a mirar el paisaje, lo cual hacemos cualquiera de nosotros en esos momentos ralentizados de nuestras vidas. Se detenía en la primera cúspide, momento en que los participantes observaban la extraordinaria vista, y esto era generalizado, más o menos lo que hacemos en nuestra vida cotidiana cuando no tenemos nada que nos apremie accenso o apresure. Al comenzar la bajada rápida, la mayoría se agarraba a la barra de seguridad (nosotros nos apretamos el cinturón), otros iban de sobrados levantando las manos (como hacemos con desenfado en ocasiones), y los menos, aunque agarrados a la barra, observaban el entorno (cosa que muchos olvidamos en los momentos de apuro), siguió rodando la vagoneta, y al llegar al primer valle lo pasó rápidamente, la inercia la empujaba para subir la siguiente cuesta y facilitar a los motores de tracción su trabajo con un menor esfuerzo (muchos hacemos lo mismo en nuestras vidas aprovechando el impulso, y nos olvidamos de lo que nos rodea. Otros se detienen en el valle y precisan un mayor esfuerzo para remontar la cuesta, por lo cual deben dedicar toda su atención a impulsar desde cero la subida. Existían otros, que habían comprendido que el vagón les subiría y observaban con atención todo en su rededor). Esto se repitió en las diversas ocasiones de subidas y bajadas, con quiebros a un lado u a otro. Y curiosamente también en los lazos en que los vehículos y sus pasajeros se encuentran cabeza abajo.
Opté por montarme, no sin cierta “congoja” ya que tenía las mencionadas en la garganta, pues nunca me había montado en una montaña de esas dimensiones. Reflexioné, y llegué a la conclusión que la vagoneta, igual que la vida me llevaría sin que yo intentara forzarla. Había tomado la decisión de viajar (vivir la aventura) y confiado en los cálculos de las instalaciones y la experiencia de largos años de uso. Así que me propuse observarlo todo, disfrutar lo bueno y lo malo en sus contextos, seguir el camino destinando solo los esfuerzos que fueran necesarios. Lo hice y disfruté, a veces con solaz, otras con tensiones, otras con sonrisas o lágrimas y así he recorrido una montaña rusa larga, muy larga, de más de 70 años.
Vicente José Gil Herrera