Mi amigo el caballo.
Hace años, muchos años
que yo me compre un caballo.
Era un potrillo esmirriado,
tan flaco como un silbido.
Ni la madre lo quería
de feo que parecía.
Con un andar desgarbado,
a todo se parecía
menos que fuera caballo.
Me dijeron que tenía
ya tres semanas de vida,
más les juro a fe mía
que no me lo parecía.
Lo crie a biberón,
teniendo suma paciencia
hasta que el me aceptó.
Iba creciendo deprisa
con premura y si descanso,
y al tener ya cuatro años
se convirtió en mi ilusión.
No sé si él era mío.
No sé si yo era de él.
Éramos los dos amigos
y así tenía que ser.
Lo monté una mañana,
a pelo, sin la montura,
y me miro con ternura.
Caminando despacito
como cuidando de mí.
Y a partir de ese momento
él me venía a buscar.
Su cuadra era sin puerta
lo mismo era mi hogar.
El venía visitarme
y yo lo iba a buscar.
Cuando miraba su estampa
me llegaba a emocionar,
blanco como nieve pura,
pestañas que transparentes
no parecían tapar,
el belfo rosado e inquieto,
cuerpo esculpido y hermoso,
pero lo más importante
es que nunca comprendimos,
quien era de quien entonces.
Por eso, fuimos amigos.