De mi libro El Viejo Gaucho.
Hoy me voy a permitir transcribirles uno de los momentos más intensos que he vivido en mi vida, con una emoción, que cada vez que recuerdo este pasaje, no puedo evitar que se me aneguen los ojos.
MI VIEJO INDIO
Ocurrió en La Pampa Argentina. En medio del campo, sentados alrededor de una hoguera casi mortecina, con esos rescoldos color grisáceo, por los que de cuando en vez saltaba alguna chispa, como para demostrar que aún estaba viva. Cuando ya estaba cayendo la noche. En ese momento extraño, que ni es tarde y tampoco noche. El protagonista, un amigo, un viejo indio convertido en gaucho desde que era casi un muchacho. Su nombre Tasco, aunque desconozco si era el que le puso su pueblo, o uno que adoptó para que fuera pronunciable. Hombre de pocas palabras, que sonaban a sentencias inapelables. Esa noche, sus cansados ojos estaban acuosos y yo notaba en mi pecho una sensación extraña de congoja ajena.
Después de la cena, yo estaba tocando la guitarra y cantando Milonga Sentimental. Y al terminar:
Me pidió mi guitarra y se la dejé. La acarició con sus ásperas manos y pasó la uña del pulgar derecho por las cuerdas, fue un pase suave, como con descuido, como si una pluma rozara los filamentos trenzados con delicadeza celestial, resultando casi inaudible pero deliciosamente sensorial. Lo repitió un par de veces y dijo:
Miró la guitarra diciendo —¡Qué bella es y qué voz tiene! La mía es la que tenía el Viejo Gaucho, y está viejita como yo.
Puso su pie sobre una piedra próxima y comenzó a acariciar el instrumento, extrayéndole una música fluida, dulce y suave, a la vez que iban saliendo palabras entrecortadas de su boca.
—Esta canción se la hice a la única mujer que he querido, a mi chinita Elena. Ahora ya no me atrevo a cantarla, pero la recuerdo, y la iré diciendo según consiga ir arrancándola de mi alma:
Sentí que así sonaba. Como jirones arrancados del alma, con un dolor tan profundo, que hacía que mis vellos se erizaran y mi piel se alterara, a la vez que mi alma sentía que algo se desprendía de ella. Escuchaba y no era poesía, no era canción, no era Paya, era más un rezo arrancado del corazón. Un trueno quejumbroso hecho voz.
—»Perdona que te compare a lo más bello que conozco, — recitaba Tasco con voz afectadas y una cadencia extraña— más no sabiendo otra cosa y nacido pobre indio que no ha sabido de letras, pa’ que pueda cantarte debo intentar compararte, con los prados, con los campos, con las cumbres de las sierras, con el viento, con la brisa, también con la madre tierra, con las lluvias, con el Sol, con las mañanas de niebla. “Pos” yo nací campesino y solo sé de la tierra. Más como buen campesino y antes de conocerte, no sabía de otras cosas, tampoco vivir sin ellas. Y yo te juro mujer, que desde que yo te vi, me olvidé de todas ellas. Y yo podría vivir mirando la negra noche de tu linda cabellera, que me alumbrara la luz de esas dos lindas candelas que iluminando tu cara, dan envidia a las estrellas. O que me cambien la brisa por esa linda sonrisa que saliendo de tu boca, hace que cambie mi vida y yo me olvide del sol.
»Pa’ qué quiero ya los campos, pa’ qué quiero ya el caballo, si en sintiendo tus caricias, en ir sintiendo tus besos voy olvidando que hay mundo y sólo somos nosotros. Tu pa’ mí, yo pa’ ti. Perdona que te compare con esas cosas que digo. Pos te juro vida mía que nunca yo envidié a nadie, más ahora siento envidia de poetas, de músicos, de cantantes, de pintores y escultores por recrear tu belleza.
»Perdona que te compare con lo más bello que conozco, mas no sabiendo otra cosa, y nacido pobre indio que no ha sabido de letras, para que pueda cantarte debo intentar compararte.
Prorrumpimos todos a la vez en un sonoro aplauso. Todos nos emocionamos. El discurso desgarrado sobre aquella bellísima letra, nos había arrancado jirones de nuestra propia alma, al hacernos vivir lo que él sentía. No cabían palabras. No se le podía felicitar por haber hecho una canción que reflejaba todo el amor de un indio campesino a su esposa muerta. A una esposa no olvidada, añorada y revivida cada día de su existencia. A la única mujer que había conocido en su larga existencia.
Me acerqué a él y poniendo mi mano en su hombro le dije:
—Ella estará orgullosa cada vez que te oiga y esperará a que llegues para que se la vuelvas a cantar.
Presionó mi mano entre la suya y su hombro. Me entregó la guitarra y se retiró unos metros. Me levanté y la guardé en la funda. No me parecía apropiado arrancar una sola nota esa noche. Después de aquella música y el sentimiento quebrado que la acompañó no podía permitírmelo.
Siempre intenté recordar su hermosa letra. Aunque sé que en el tiempo, la memoria flaquea y algo he podido cambiar.