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REFLEXIONANDO

De mi libro “Vivir o morir en Canaguá” https://cutt.ly/0hFjYIn

REFLEXIONANDO

Corría el año 1980. Recién habíamos pasado las Navidades y yo comenzaba en forma forzada una nueva aventura. Había salido de Caracas a las 4 de la mañana, y viajaba con un automóvil bastante viejo, tras dejar el mío con un poder de venta a un amigo, pues era demasiado conocido, por lo cual recurrí a comprar el actual en una venta de coches usados, una ranchera Ford con bastante buena presencia y buen funcionamiento, aunque antigua y con alto kilometraje. Lo pagué al contado y me emitieron la factura de compra y la carta de pago. El camino en solitario era largo, algo más de quinientos kilómetros hasta mi destino inicial. La carretera iba bastante concurrida de autobuses y camiones, sobre todo de enormes “gandolas”[1] que iban o retornaban. También algunos autos particulares pero de estos en menor cantidad. La carretera no era mala, aunque con una gran profusión de “alcabalas”[2], muchos restaurantes, cafeterías y “bombas”[3] que trabajaban las 24 horas, ya que el máximo tránsito era por la noche, y los conductores agotados y vencidos por el sueño paraban para tomar café, y otros café con coca cola, porque espabilaba el sueño, aunque alguno añadían algo más fuerte, un buen chorro de miche. Tenía por delante casi ocho horas de camino.

 

Mientras manejaba el “carro”[4], rumbo a un destino programado pero incierto, acudieron en tropel a mi mente recuerdos de una vida extraña, no sabía si mía o de otro. Realmente era mía, las cicatrices de mi cuerpo y mi mente lo atestiguaban.

 

Allí estaba yo. Había llegado años antes como español para participar en un proyecto gubernamental, y meses después, como un capricho del destino, se me ofreció por el gobierno cambiar de nombre y nacionalidad. Ocupar la identidad de un nativo que llevaba años desaparecido, introduciéndome en su seno familiar. Su madre ya anciana, con alguna merma de sus facultades cognitivas, a mi entender, producidas por el sufrimiento de años sin tener noticias de su único hijo, y con el inmenso deseo maternal de recuperarlo, me aceptó con extraordinario amor e ilusión, desviviéndose por hacerme feliz. Yo al principio sentía remordimientos de estar engañando a ese ser tierno y amoroso, pero con el tiempo comprendí que lejos de hacerle daño, la había ayudado a revivir. Su cuerpo recobró movilidad, su rostro se tornó más lozano, y volvía a vivir, a tener ilusiones, a desear nietos y a albergar esperanzas perdidas hacía largo tiempo. Yo me identificaba con la situación, porque me había fugado de mi casa con menos de 15 años, y mis padres no supieron de mí hasta los 23.

 

El padre sabedor de la verdad, comprendió que esa farsa ayudaría a su mujer, y a la vez cumplía con la petición de su amigo el Presidente, y con el tiempo llegó a sentirme como su hijo real, pues intenté por todos los medios cubrir el hueco que dejó el suyo, y él sabía que después de tantos años, el original no retornaría jamás.

 

Era curioso, yo mismo no me reconocía en mi identidad española, parecía un ser distinto, me sentía como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Después de tan largo periodo había vuelto a mi identidad española. Hablé en voz alta, y me resultaba extraña en su acento, en el tono, en la frecuencia, en sus matices y sobre todo en su deje. Llegué a preocuparme por mi estado mental. No era normal que en unos kilómetros recorridos, pareciera que había viajado en el tiempo y ser el de mi llegada al país. Es cierto que para representar mi nacionalidad venezolana, había necesitado un arduo entrenamiento durante meses aislado en una finca, con campesinos como únicos compañeros, trabajando para que el sol ennegreciera mi piel, cambiando todos mis hábitos de comida, de solaz, de posturas y de vestimentas, para conseguir ser Joseph, hasta el punto de dejar mi hobby preferido, tocar mi guitarra, una Estruch que había llevado desde España, la cual compré privándome incluso de comida y vestidos cuando tenía 17 años, y que me había acompañado siempre, tanto en mis momentos de alegría, como en los de profunda tristeza y soledad, incluso cuando se rompió mi primer matrimonio y la tristeza me ahogaba. Ciertamente, durante largo tiempo intenté hablar poco y asimilar mucho, tanto costumbres, como frases hechas, acentos, nombres, gustos por las comidas, etc. Pero creía que eso debería haber dejado una huella indeleble en mí.

 

Quizá era el espíritu de supervivencia que me llevaba a ese estado, como a Joseph, me estaban persiguiendo. Algunos políticos resentidos por mis actuaciones en cumplimiento de mi cargo, habían puesto precio a mi cabeza. Y como Vicente, era conocido por muy pocas personas, solo fue a mi llegada y por pocos meses, haciendo muchos años de ello. Y sobre todo que conocieran la doble personalidad, solo habían tres, Jairo, Fredy y mi Jefe, y confiaba en ellos.

 

Joseph era un sibarita, bien vestido, siempre con “paltó”[5] o trajeado combinando la ropa con sumo cuidado, que gustaba disfrutar de buenas comidas, hoteles de muy alta calidad y servicios, aviones privados para moverse más rápidamente cuando debía desplazarse a otro país, lujos para poder alternar en las funciones de su cargo, aunque nunca desdeñaba la posibilidad de llevar durante unos días una vida castrense privado de todo lo no esencial, si su trabajo lo requería. Por ello sería buscado en grandes ciudades del mundo, rodeado de comodidades, y viviendo entre lujos. Nunca en el destino al que me dirigía.

 

Ahora me alegraba de haber mantenido en orden todos mis documentos, desde el pasaporte español, la cédula de identidad, la licencia de manejar, el visado de residencia y trabajo de Venezuela, el empadronamiento en casa de un amigo, la licencia de armas que se me otorgó como prevención para mi seguridad en desplazamientos a lugares remotos del país y el parking para mi moto. Todo ello me permitía adoptar de un día para otro mi nacionalidad de origen. Eso sí, tenía que cambiar mi aspecto, raparme la cabeza, barba dejada, cambio de estilo de ropa usando las que llevé al llegar. Mis antiguos guardaespaldas me habían dotado de un verdadero arsenal que en parte podían estar amparadas por mi licencia. Armas limpias, sin mácula de delitos y las llevaba debajo del asiento posterior del “carro”, temiendo que efectuaran un registro, pero tenía que tener algo con que defenderme en caso de que me descubrieran. Creo que sonreí con tristeza al pensar la ardua tarea y el gran riesgo que me quedaba por delante. Quizá lo más sensato hubiera sido regresar a España. Pero la verdad, no me sentía sensato.

 

Cada parada en una alcabala ponía a prueba mi personaje. Guardias acostumbrados a escudriñar las dudas, el temor y la inseguridad. Pero las pasé con matrícula, estaba acostumbrado a no traslucir mis sensaciones. ¿Qué podían descubrir? ¿Qué tenía dejo “criollo”? ¿Qué estaba muy moreno? ¿Podían tener una foto mía indicándome como fugitivo? ¿Que en un registro descubrieran la artillería?  Lo peligroso hubiera sido lo último. En lo anterior estaba seguro que no tendrían foto. Me querían con “un mosquero en la boca[6] en alguna cuneta, o en una calle junto a las basuras en la madrugada. No les interesaba detenerme. No era un delincuente. Buscaban una “culebra[7] silenciosa.

 

Era mediodía cuando llegue a Barinas como un español que quería hacer las Américas. Pregunté por un restaurante y me enumeraron varios, aconsejándome muy especialmente uno llamado El Cosa Nostra, que era de un italiano como no podía ser de otro modo. Mi mente voló a mi estancia en Italia y más concretamente a la isla de Sicilia en el año 1971. Sus antiguas y ruinosas edificaciones, la miseria y el miedo encerrado tras aquellas paredes, el silencio de la gente y no me refería a la Omertá[8], no, era ese silencio precavido del que por falta de preparación siente el temor a decir lo que no debe, el silencio del súbdito, del vasallo acostumbrado a ser apaleado y abusado sin consideración. Pero eso no lo había visto en Venezuela, sí el temor a los poderosos o a quien en algún modo detentara una autoridad, pues sabían por experiencia que la justicia de los pobres y desheredados no les alcanzaba. La mente me había jugado una mala pasada, había asociado la pobreza de las edificaciones que veía a mí llegada a Barinas, con las imágenes deprimidas de Sicilia, no me acordé de sus casas palaciegas, ni de sus monumentos, no, solo de su miseria que inconscientemente manó al oír el nombre del restaurante.

 

Enfilé el automóvil en la dirección que me indicaron y comencé a ver otro aspecto de la ciudad, urbanizaciones de “quintas”[9] de gente adinerada o semi adinerada, ya que los ricos de verdad no vivían en urbanizaciones. Sin darme cuenta, perdido en mis elucubraciones llegué al restaurante. Me apeé del “carro” y caminé unos pasos para desentumecerme después de tantas horas de camino, en las que solo había parado para poner gasolina y tomar un café expreso con carga doble para espabilarme. En los últimos kilómetros, al barullo interior de mi mente se había unido una especie de murmullo o zumbido casi fantasmagórico, que solo conseguía mitigar pensando en voz alta. El aire caliente de la calle me hizo bien, y mis músculos comenzaron a retomar su tono después de caminar unos metros y desperezarme en unas poses extrañas, que cualquiera que me viera pensaría que estaba remedando a un mono grande.

 

Encendí un cigarrillo Negro Primero, que como su nombre indicaba era negro, y como buen negro fuerte, y creo que conservaba la amargura de cuando los negros eran esclavos, pues de otro modo no se entendía que hicieran algo tan malo. Pero mi cambio de imagen requería el cambio de marca de cigarrillos, ya que la mayoría de los españoles cuando llegaban venían fumando tabaco negro.

 

Llegué a la puerta del restaurante y salió a recibirme un hombre de unos treinta y tantos años, moreno, con abundante cabellera negra, bien peinada hacía atrás, y pienso que también bien lacada; bigote bien cuidado al estilo Rodolfo Valentino; elegantemente vestido, aunque iba en mangas de camisa y un chaleco que me hizo pensar en crupiers de salas de juego; pantalón negro y camisa blanca, muy bien planchados, con raya marcada; una estatura que debía estar sobre el metro y setenta y cinco centímetros. Era italiano indiscutiblemente, y cuando habló pude distinguir que debería ser napolitano. Su hablar era dulce, más bien meloso, y pensé que era el destinado a agradar a un cliente. Se dirigió a mí sonriente:

 

─Buenos días señor. ¿Quiere comer el señor?

 

─ Si, me gustaría. Traigo un buen apetito.

 

Me indicó que le siguiera y se encaminó hacia el interior del establecimiento. Era grande y amplio, con buen gusto en su decoración estilo italiano y con cierta tendencia que hacía evocar matices de la mafia. Lógicamente a juego con su nombre. Mesas amplias, con doble mantel blanco sobre negro y adiviné que debería tener un sub-mantel de goma para proteger la mesa y que no sonara la vajilla y la cristalería. Tenía clase, me gustó.

 

Me trajo la carta de vinos y decliné leerla, puesto que no tomaba alcohol. Al momento regresó con la carta. Una imponente variedad de platos italianos, que imaginé cocinados con productos “criollos”, la distancia a los puertos era grande y el aeropuerto de Barinas era nacional y con bastante mala conexión. Pedí que me recomendara un entrante, un primero y un segundo.

 

─ Puedo recomendarle al señor de entrante un antipasto de la casa, de primero un genovés, es una salsa de carne mezcla de res y cerdo, y de segundo unos canelones de mariscos.

 

─¿Seguro que se trata de un genovés auténtico? Ese plato no se improvisa. Necesita horas de cocinado. Y ¿mariscos en Barinas?

 

─Veo que el señor entiende. Mi esposa prepara el genovés cocinándolo durante ocho horas. Y el marisco nos llega congelado, pero lo descongelamos en la cámara de refrigeración, por lo cual puedo garantizarle que está exquisito. ¿El señor es español? ¿Conoce Italia? ¿Lleva mucho tiempo en Venezuela?

 

─Sí, sono spagnolo. Conosco l’Italia, lavoravo con la Lamborghini a Cento, Ferrara, nella fabbrica di bruciatori. E lui sembri napoletano. ¿Vero?

 

─ ¡Oh mío Dio parli italiano!

 

─ Sí, ma mi sento più a mio agio a parlare in spagnolo. Non parlo italiano da molto tempo

 

─ Con permiso, mi esposa está en la cocina y quiero que se conozcan. Ella es una enamorada de España. ─Stella, vieni qui per favore.

 

Al momento vi venir con paso ágil a una hermosa mujer, caminaba mientras se limpiaba o secaba las manos en su delantal. Iba muy bien arreglada, con un vestido enterizo de alegres flores con matices rosados y azulados tenues, con fondo blanco. La falda se le movía con gracia femenina, de alguien que sabía caminar con tacones, aunque en la ocasión llevaba zapatos planos al parecer muy cómodos. Muy delgada, con una tez blanca que permitía ver sus venas, ojos azules como un cielo de verano, pelo en media melena, de color castaño claro casi rubio; sonrisa amplia en unos labios finos pintados con un rojo pálido. El corazón me dio un vuelco. Me recordaba a una bella amante que tuve en Milano. Me levanté para saludarla, y al tomar su diestra hice un gesto de inclinación para besar su mano. Ella sonrió con una sonrisa amplia que iluminó su cara, ya que sonreía con los ojos. Y dijo:

 

─ ¡Spagnolo! Esa cortesía solo puede ser de un español.

 

Les expliqué que venía para quedarme, que iba a abrir el restaurante abandonado que había en Canaguá. Y quedamos que nos veríamos otro día. Para ello me dieron su dirección particular y teléfono.

 

La comida fue deliciosa y la atención exquisita. Al pedir la cuenta no querían cobrarme, pero insistí. Para ello, les expliqué, que si alguien venía a mi restaurante, yo los invitaba, pero que pedía la cuenta y la pagaba de mi dinero particular, ya que el negocio es el negocio. Me despidieron cariñosamente y salí a buscar mi “carro”.

 

Emprendí camino hacía Canaguá, quería ver si era como lo recordaba. Casi una hora de camino para poder llegar por una carretera estrecha, con importantes huecos hechos por el paso de “gandolas” ganaderas. Al llegar, me estacioné en un descampado que había delante de lo que sería el restaurante y que ahora era solo una ruina. Al lado una “bomba” de gasolina también con aspecto ruinoso. En medio de la nada, al final de la explanada un puente metálico al que me acerqué caminando. Observé el río y me percaté del poco tráfico que había en ese momento por la carretera. Estaba cansado y decidí irme al hotel. Al llegar me duché con agua fría, no había caliente, aunque me hubiera venido bien un prolongado baño casi hirviendo. Me acosté y pedí que me despertaran a las cuatro de la madrugada.

 

[1] Grandes camiones utilizados para transporte de ganado, cemento y otros.

[2] Puestos policiales de control.

[3] Gasolineras.

[4] Automóvil, coche.

[5] Chaqueta.

[6] A los muertos se les llena la boca de moscas.

[7] Venganza

[8] Ley de silencio de la mafia italiana.

[9] Chalets.

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